domingo, 8 de febrero de 2009

Overbukin.

Sonrientes, pasaban a mi lado por las frías salas del aeropuerto, llevando en sus maletas todo lo que necesitarían en los cálidos destinos a los que se dirigían. Yo, mientras, seguía sentado en aquella incómoda silla, pasando las hojas de una revista de viajes, donde sólo veía parajes que ya añoraba antes de haberlos disfrutado. Sabía perfectamente que iba a viajar, pero aún así, la espera en la sala homónima se me hacía interminable. Ahora tengo que cerrar un poco los ojos para conseguir ver mis sentimientos en aquella sala, ya está muy lejos. Y ni viéndolos con prismáticos consigo entenderlos, ¿de dónde venía aquel agobio? Es verdad que ya había entrado mucha gente y yo seguía esperando a que me llamaran, pero teniendo tan claro como tenía, que tarde o temprano me iban a llamar, ¿por qué buscaba mi billete una y otra vez en mi bolsillo para comprobar que estaba en la puerta correcta?
No sé de donde salían, y ya he dicho que ni los entendí en su momento ni los entiendo ahora, pero cuando por fin dijeron mi nombre, mis sentimientos, efervescentes, se agolparon en mi pecho de tal forma que me atrevería a decir que fui yo quien hizo despegar aquel avión.
El vuelo parecía algo de otro mundo. Cuando viajas a esas alturas parece que la gravedad es algo ficticio que alguien se inventó para mantenernos a todos en tierra. Además, volando por encima de las nubes todo lo que has conocido hasta entonces queda muy lejos, tan lejos que parece de otro mundo, tan lejos que a penas puedes reconocerlo y tan lejos que no crees que vayas a volver jamás.
La excitación del despegue se apagó casi tan rápido como la luz del cinturón de seguridad. Pero seguía emocionado con el hecho de encontrarme donde me encontraba. Investigué todos los rincones de mi asiento, y todo me parecía espectacular, y muy curioso. El tiempo volaba, y empecé a acostumbrarme al sitio que ocupaba. Después llegaron los cacahuetes, que acepté de buena gana. Unos simples cacahuetes, cobraron un sentido que jamás habían tenido para mí, era un detalle que, inocente, casual e inesperado, realmente me conmovió y me lleno. Después pusieron una película, me relajé y recline un poco mi asiento. Ahora me doy cuenta de que ahí fue cuando dejé de disfrutar del vuelo, y que realmente ahí empezaron a torcerse las cosas.
Las primeras turbulencias fueron muy débiles, y en cierto modo hasta divertidas. En un primer momento era como si mi sangre huyera de mis pies, pero cuando habían pasado sentía una especie de agitación que me recordaba al despegue. Pero a éstas también me acostumbré y al final ni siquiera desviaban mi atención de la película, estaba pasmado.
A estas alturas, y a pesar de que ya rebasábamos los once mil pies, debo confesar que el vuelo había perdido todo el misterio para mí. Y de hecho ahora estaba bastante irritable. Lo cual se hizo patente cuando cortaron la película para servir la cena. Las turbulencias seguían, incluso diría que había aumentado su frecuencia e intensidad, y ahora me servían esta cena mediocre, que a duras penas conseguía comer embutido en aquella lata de sardinas que era mi asiento. De primero, una crema de verduras, que además de fría estaba increíblemente insípida; de segundo, un “cordón blue”, que por su sabor, despejó mis dudas sobre la procedencia de la crema, y por su textura, sobre de qué estaban hechos los asientos; y de postre, una gelatina que guiándome por su color y por la trayectoria del menú, preferí ni probar.
Cuando me quise dar cuenta, el avión volaba en vertical, y apuntaba hacia el suelo. Mi primera reacción fue de supervivencia, conseguí un paracaídas y me dispuse a usarlo con tanta rapidez y tan mala suerte que la sensación de alivio por salvar la vida a penas duró un segundo. Se me había olvidado salir de aquel amasijo de hierros antes de abrirlo. Volvía a caer cada vez más rápido y ya sólo tenía fuerzas para llorar. De repente sentí una gran colisión increíblemente violenta, y extrañamente liviana. Después sentí que me ahogaba en un mar de lágrimas, hasta que lo probé y me di cuenta de que no era tan salado como aquellas. Entonces fue mucho más fácil sacar la cabeza y comprobar que no era más que uno de los cientos de mares que hay en el mundo.
Ahora ya no estoy en tierra firme, ni surco los cielos, ahora estoy descubriendo las excelencias de balancearse en el mar, la emoción de no saber a donde me llevan las olas y la alegría de depender sólo de mis brazos y mis piernas.