jueves, 25 de febrero de 2010

aMaRINTa

QUE DIVERTIDA ES LA PALETA GRAFICA...

martes, 26 de enero de 2010

DiA

Después de muchos días de lluvia, hoy el sol había despejado el cielo para dar su recital de calor en solitario, y secar los charcos y tostar el trigo y quemar las pieles. Este es el día que ella había elegido para viajar, para ver, sentir, oir, oler y disfrutar los misterios que escondía su libro favorito. Ya por la mañana antes de levantarse había decidido usar sus manos y sus brazos para dejar suspendido sobre su cabeza, frente a sus ojos, aquel tomo que pesaba como un saco de papas, y que la llevaría donde sus piernas jamás podrían hacerlo. Media mañana había pasado, y ella seguía en la cama, descubriendo nuevas posturas que le permitían relajar sus músculos para facilitar su viaje al mundo que encerraban todas esas palabras inmóviles en páginas, que pegadas a un lomo, concentraban el peso de un universo, en un libro que ella apenas podía soportar en sus manos. Tumbada boca abajo, había apoyado el libro en la almohada, para que cómodamente la lectura la llevara de viaje, mientras sus manos, apoyándose en los codos clavados en el colchón, sujetaban su cabeza. Poco a poco la gravedad tiraba de ésta, pues cuanto más leía más atracción ejercía sobre la tierra, y sus manos resbalaban lentamente desde su mentón, por sus mejillas, aplastando sus orejas y enredándose en su pelo, hasta que su cabeza escapaba y caía en el libro. Otras veces su cuerpo le pedía apoyarse en un costado, y entonces, tumbada de lado, sólo levantaba la página del libro que leía en aquel momento. Cuando leía las páginas pares, era su costado derecho el que aguantaba su peso, mientras que para leer las impares cambiaba de posición y se acostaba sobre el lado del cuerpo donde guarda su corazón. Y media mañana había pasado cuando su tripa comenzó a llamar demasiado su atención, convirtiéndose en un peso que evitaba que el globo en el que viajaba pudiera flotar. Entonces, sólo para evitar aquel peso, decidió satisfacer a su estómago con algo que le llenara, sabiendo que bien tenía derecho éste de quejarse, pues la noche anterior apenas le había obsequiado con algo de pan con queso. Se levantó y fue hasta la cocina. Allí encontró unos cruasanes que su madre le había dejado antes de irse a coger el tren, pues aquel día debía viajar hasta el pueblo, dónde el marido de su hermana estaba a punto de morir de cáncer. Una sonrisa asomó tímida en su cara, una sonrisa que había nacido en su tripa, y había subido revoloteando hasta su boca, haciendo que su cuerpo se olvidara del hambre y de cualquier otra sensación que no fuera el deseo de estrujar en sus brazos a su madre. Sabía que ésta había salido muy pronto de casa, pues para viajar hasta el pueblo era necesario coger el tren de las siete y media y hacer trasbordo en la estación central, para poder coger el autobús de las dos y llegar al pueblo en un solo día. Probablemente salió con tiempo y al encontrar abierta la panadería de la esquina decidió regalarla un comienzo de día dulce y generoso. Mientras pensaba en qué sorpresa podía preparar ella para la vuelta de su madre, y deseaba que las ganas de estrujarla que ahora la invadían no se evaporaran con el sol, como hacia el agua que invadía la calle, fue exprimiendo unas naranjas para el desayuno. Desde pequeña disfrutaba exprimiendo naranjas. En realidad, beberse el zumo sólo era el precio que tenía que pagar para exprimir las naranjas. Utilizaba sólo las naranjas más maduras, aquellas cuya vida tocaba a su fin, y cansadas de mantener su pulso con la muerte se habían vuelto blandas y dóciles. A estas naranjas, con una cucharilla, les hacía un pequeño agujero en lo que ella consideraba la parte que debía ser su culo. Después con un vaso colocado justo donde tenía que estar, empezaba a apretar la naranja, dejando que el jugo saliera de ella y entrara tranquilo y continuo en el vaso. Cuando la mayor parte del jugo ya había salido, y el que quedaba dentro se hacía el remolón, ella empezaba a hacer rodar la naranja entre sus manos sin dejar de hacer presión, como quien se frota las manos, o trata de hacer fuego con un palo. Mil veces su madre le había sermoneado por hacer el zumo de esa manera tan extraña, y mil veces ella le había demostrado que lo que quedaba dentro de la naranja, era tan poco, que ni los restos de mil naranjas juntos, llenarían una mandarina. Pero tales pruebas no evitaban, pues a su madre no le molestaba la ineficacia de su sistema sino su rareza, que esta discusión, convertida en ritual, se repitiera cada vez que la preparación de un zumo se ponía en su camino. Con el vaso más grande que había en la cocina lleno de zumo se sintió satisfecha.

Cuando los cruasanes ya habían desaparecido de la faz de la tierra perdidos en el mundo que encierra su boca, y medio vaso de zumo todavía esperaba para acompañarlos oyó como alguien la llamaba. Era un hombre que después de haber recorrido la selva más densa que el mundo y la Historia han conocido, había llegado a un poblado prístino al que nunca antes nadie había llegado. En un principio los nativos del lugar, confundidos por el hecho de que alguien llegara hasta allí sin salir del interior de una de sus mujeres, no querían saber nada de aquel intruso. Los ancianos se reunieron y discutieron tan excepcional fenómeno, alcanzando la conclusión de que aquel, cuya piel, de extraños colores, colgaba flácida de su cuerpo, cuyos pies no tenían dedos y cuya cabeza estaba protegida por un caparazón como el de un escarabajo, debía ser inmortal, y tan anciano como la tierra o el cielo, pues si no había nacido tampoco había de morir. La excitación conmocionó a todo el poblado. Del cielo sabían que debían esperar el calor del sol que hacía crecer las plantas y la lluvia que las alimentaba. La tierra, en cambio, soportaba su peso y les obsequiaba con alimento. Pero aquel nuevo fenómeno no sabían para qué les servía ni qué podían esperar de él. Para averiguarlo intentaron descubrir qué necesidades no tenían satisfechas, y cuando parecía que estaban a punto, el hambre hizo que dejara de leer su libro para irse a desayunar. Todo un mundo la esperaba, allí el tiempo se había detenido y no pasaba nada. Volvió a su cuarto con el medio vaso de zumo y continúo su lectura excitada y hambrienta de palabras. Leía medio recostada en la cama con el cuerpo apoyado en la pared, y la cabeza ladeada hacia la derecha, apoyando su mejilla en la palma de la mano. Y mientras leía, el tiempo transcurría, y la tarde que había llegado caliente, daba paso a la noche que venía fresca. Y la noche traía la oscuridad, una oscuridad silenciosa que poco a poco iba apagando las palabras. Pero ella no pertenecía a este tiempo, y aunque sus ojos sufrían ella no oía su lamento y no sabía dejar de leer ni cuando la luna comenzaba a aparecer. Y no fue la luz, ni su ausencia, la que devolvió su mente a su cuerpo y su cuerpo a este mundo. Fue un sonido, el timbre de la puerta. Solo con aquel sonido recordó la cita que había preparado en cuanto supo que su madre se iría. Y fue aquel recuerdo el que hizo de su cuerpo un amasijo de emociones. No se había preparado, y en su corazón sonaban ahora atropellados todos los latidos que una tarde llena de expectativas hubiera producido. En realidad no tenía nada que preparar, pues lo único que querían era estar uno junto al otro, uno con el otro, uno en el otro. Pero como los latidos en su pecho, en su cabeza los pensamientos se atropellaban. Solo un sentimiento se mantenía tanto en su cabeza como en su corazón, era el deseo de verle, de tocarle, de él. Era la primera vez que podían disfrutar de verdadera intimidad, una intimidad que sólo el tiempo y la tranquilidad pueden proporcionar. Se levantó de la cama de un brinco, haciendo saltar el libro por los aires, y todavía saltó otras dos veces en el sitio, para intentar dar salida a la emoción que tenía dentro, antes de dirigirse a su encuentro. Al cruzar la puerta de su cuarto su hombro chocó con el marco y, aunque dado el ímpetu con que avanzaba el golpe habría de dejarla un buen recuerdo al día siguiente, no sintió ningún dolor. Apenas sintió algo, y sentir algo hizo refulgir su emoción, y un grito escapó de su boca, un grito que cortó en seco por vergüenza de que le pudiera oír desde la puerta. La emoción hacía de ella un amasijo de nervios que a duras penas conseguía avanzar hacia su objetivo, andaba por el pasillo con una sonrisa que superaba los límites de su boca y contagiaba su cuerpo, dando pasos irregulares y de vez en cuando pequeños saltos. Hasta que llegó a la puerta, y entonces, en el mismo instante en que puso la mano en el pomo, consiguió que toda la emoción, sus sentimientos y la energía que hervían dentro de su cuerpo, bajaran hasta sus pies, e hicieran de su rostro la viva imagen de la tranquilidad. Pero fue abrir la puerta, fue verle, fue descubrir, detrás de un rostro impasible y lleno de seguridad, una emoción igual a la suya, fue todo eso y la emoción que le subía desde los pies, lo que la hizo saltar directamente encima de él. Y ahí subida, con las piernas rodeando su cintura, con sus brazos acorralando su cabeza, y con su boca llenándose de su boca, sus corazones comenzaron a latir juntos. No hubo palabras, sus bocas llenas solo sabían besar. Sus ojos cerrados veían su boca, y recorrían sus labios y detenidos en la comisura de éstos oían un mordisco, y avanzando por su mejilla llegaban a su oído y le susurraban un beso. Y aunque su boca quería sonreír, ella no la dejaba pues no quería que sus labios dejaran de besarle. Y sus manos, frustradas porque su tamaño no les permitía tocar todo su cuerpo, no se estaban quietas, y se movían por su espalda, exploraban su cuello y acariciaban su piel. La excitación fue cediendo a la ternura, y su cuerpo fue deslizándose por su cuerpo hacia abajo, y con sus manos encerrando sus mejillas un último beso se convirtió en un mordisco, que temeroso de la separación quiso llevarse un trozo de su boca. Entonces él gimió, y otra vez la excitación la invadió, y su boca se hizo más grande, y el sabor fue más dulce y sus ojos se abrieron, y vieron sus ojos cerrados y el resto del mundo volvió a existir, y su boca caprichosa y coqueta dejó su boca para besar su mejilla y avanzar hasta su cuello. Entonces fue la emoción la que llenó su cuerpo e hizo que sus brazos le estrujaran con fuerza y su cara quisiera entrar dentro de él hundiendo su nariz en su piel. Sus cuerpos empezaron a separarse poco a poco, muy poco a poco, y solo quedaron unidos por sus manos, cuyos músculos sedados se las ingeniaban para entrecruzar sus dedos y demorar su inevitable separación. Cuando vio su cara la máscara que escondía su emoción había desaparecido, y su emoción confundida, revolcada, inquieta, satisfecha e insatisfecha a un tiempo, dejaba ver una relajación que mostraba a un niño feliz, sin preocupaciones, ensoñado, extasiado y sincero. Ella sonrió e inmediatamente en la boca de él apareció una sonrisa, que parecía haber estado esperando a que alguien le enseñara como salir.

-Te estaba esperando- le mintió- ¿porqué has tardado tanto? ya no sabía que hacer…

Habían quedado a las ocho, ella ni sabía qué hora era, pero sus ojos le miraban sinceros e incitadores, con la cabeza un poco inclinada, pues sus palabras no mentían ya que sólo intentaban que él supiera cuanto realmente le deseaba.

-Si, ya… - respondió a la vez que miraba su reloj - habíamos quedado a las ocho – y mientras le mostraba la hora, eran las siete y media, añadió dejando que las palabras atravesaran su sonrisa – pero quería hacerme de rogar.

miércoles, 20 de enero de 2010

0,00001

Es increíble ser un condón defectuoso, es una suerte reservada a un pequeñísimo grupo de condones, exactamente a uno de cada cien mil. En la fábrica en que vine al mundo se producían diez mil condones diários. Esto significa que en un año, descontando fiestas, fines de semana, huelgas y vacaciones, se producían unos tres millones. Todos iguales, idénticos, equivalentes… todos menos unos treinta, y yo formaba parte de ese selecto grupo. Para los condones de mi quinta, el hecho de tener impresa en su envoltura la misma fecha de caducidad que yo era lo mejor que les podía pasar, pero yo en cambio tenía una misión mucho más importante, yo iba a dar vida. Yo obraría el milagro, sería el protagonista de una historia que tanto padres como hijos, e incluso nietos, contarían. Aguardaba el momento impaciente en mi caja de doce. Fui el penúltimo en salir, pero no me importó. No tarde en darme cuenta de la falta de romanticismo que reinaba en el ambiente, pero no fue hasta que él llegó al cenit que me di cuenta de lo que en realidad pasaba. El sueño de una vida, todos las esperanzas cosechadas con el paso del tiempo se desvanecieron cuando la vi a ella. Mi final fue amargo e insospechado, igual que el sabor que produjo aquella cara de asco.