jueves, 25 de febrero de 2010

aMaRINTa

QUE DIVERTIDA ES LA PALETA GRAFICA...

martes, 26 de enero de 2010

DiA

Después de muchos días de lluvia, hoy el sol había despejado el cielo para dar su recital de calor en solitario, y secar los charcos y tostar el trigo y quemar las pieles. Este es el día que ella había elegido para viajar, para ver, sentir, oir, oler y disfrutar los misterios que escondía su libro favorito. Ya por la mañana antes de levantarse había decidido usar sus manos y sus brazos para dejar suspendido sobre su cabeza, frente a sus ojos, aquel tomo que pesaba como un saco de papas, y que la llevaría donde sus piernas jamás podrían hacerlo. Media mañana había pasado, y ella seguía en la cama, descubriendo nuevas posturas que le permitían relajar sus músculos para facilitar su viaje al mundo que encerraban todas esas palabras inmóviles en páginas, que pegadas a un lomo, concentraban el peso de un universo, en un libro que ella apenas podía soportar en sus manos. Tumbada boca abajo, había apoyado el libro en la almohada, para que cómodamente la lectura la llevara de viaje, mientras sus manos, apoyándose en los codos clavados en el colchón, sujetaban su cabeza. Poco a poco la gravedad tiraba de ésta, pues cuanto más leía más atracción ejercía sobre la tierra, y sus manos resbalaban lentamente desde su mentón, por sus mejillas, aplastando sus orejas y enredándose en su pelo, hasta que su cabeza escapaba y caía en el libro. Otras veces su cuerpo le pedía apoyarse en un costado, y entonces, tumbada de lado, sólo levantaba la página del libro que leía en aquel momento. Cuando leía las páginas pares, era su costado derecho el que aguantaba su peso, mientras que para leer las impares cambiaba de posición y se acostaba sobre el lado del cuerpo donde guarda su corazón. Y media mañana había pasado cuando su tripa comenzó a llamar demasiado su atención, convirtiéndose en un peso que evitaba que el globo en el que viajaba pudiera flotar. Entonces, sólo para evitar aquel peso, decidió satisfacer a su estómago con algo que le llenara, sabiendo que bien tenía derecho éste de quejarse, pues la noche anterior apenas le había obsequiado con algo de pan con queso. Se levantó y fue hasta la cocina. Allí encontró unos cruasanes que su madre le había dejado antes de irse a coger el tren, pues aquel día debía viajar hasta el pueblo, dónde el marido de su hermana estaba a punto de morir de cáncer. Una sonrisa asomó tímida en su cara, una sonrisa que había nacido en su tripa, y había subido revoloteando hasta su boca, haciendo que su cuerpo se olvidara del hambre y de cualquier otra sensación que no fuera el deseo de estrujar en sus brazos a su madre. Sabía que ésta había salido muy pronto de casa, pues para viajar hasta el pueblo era necesario coger el tren de las siete y media y hacer trasbordo en la estación central, para poder coger el autobús de las dos y llegar al pueblo en un solo día. Probablemente salió con tiempo y al encontrar abierta la panadería de la esquina decidió regalarla un comienzo de día dulce y generoso. Mientras pensaba en qué sorpresa podía preparar ella para la vuelta de su madre, y deseaba que las ganas de estrujarla que ahora la invadían no se evaporaran con el sol, como hacia el agua que invadía la calle, fue exprimiendo unas naranjas para el desayuno. Desde pequeña disfrutaba exprimiendo naranjas. En realidad, beberse el zumo sólo era el precio que tenía que pagar para exprimir las naranjas. Utilizaba sólo las naranjas más maduras, aquellas cuya vida tocaba a su fin, y cansadas de mantener su pulso con la muerte se habían vuelto blandas y dóciles. A estas naranjas, con una cucharilla, les hacía un pequeño agujero en lo que ella consideraba la parte que debía ser su culo. Después con un vaso colocado justo donde tenía que estar, empezaba a apretar la naranja, dejando que el jugo saliera de ella y entrara tranquilo y continuo en el vaso. Cuando la mayor parte del jugo ya había salido, y el que quedaba dentro se hacía el remolón, ella empezaba a hacer rodar la naranja entre sus manos sin dejar de hacer presión, como quien se frota las manos, o trata de hacer fuego con un palo. Mil veces su madre le había sermoneado por hacer el zumo de esa manera tan extraña, y mil veces ella le había demostrado que lo que quedaba dentro de la naranja, era tan poco, que ni los restos de mil naranjas juntos, llenarían una mandarina. Pero tales pruebas no evitaban, pues a su madre no le molestaba la ineficacia de su sistema sino su rareza, que esta discusión, convertida en ritual, se repitiera cada vez que la preparación de un zumo se ponía en su camino. Con el vaso más grande que había en la cocina lleno de zumo se sintió satisfecha.

Cuando los cruasanes ya habían desaparecido de la faz de la tierra perdidos en el mundo que encierra su boca, y medio vaso de zumo todavía esperaba para acompañarlos oyó como alguien la llamaba. Era un hombre que después de haber recorrido la selva más densa que el mundo y la Historia han conocido, había llegado a un poblado prístino al que nunca antes nadie había llegado. En un principio los nativos del lugar, confundidos por el hecho de que alguien llegara hasta allí sin salir del interior de una de sus mujeres, no querían saber nada de aquel intruso. Los ancianos se reunieron y discutieron tan excepcional fenómeno, alcanzando la conclusión de que aquel, cuya piel, de extraños colores, colgaba flácida de su cuerpo, cuyos pies no tenían dedos y cuya cabeza estaba protegida por un caparazón como el de un escarabajo, debía ser inmortal, y tan anciano como la tierra o el cielo, pues si no había nacido tampoco había de morir. La excitación conmocionó a todo el poblado. Del cielo sabían que debían esperar el calor del sol que hacía crecer las plantas y la lluvia que las alimentaba. La tierra, en cambio, soportaba su peso y les obsequiaba con alimento. Pero aquel nuevo fenómeno no sabían para qué les servía ni qué podían esperar de él. Para averiguarlo intentaron descubrir qué necesidades no tenían satisfechas, y cuando parecía que estaban a punto, el hambre hizo que dejara de leer su libro para irse a desayunar. Todo un mundo la esperaba, allí el tiempo se había detenido y no pasaba nada. Volvió a su cuarto con el medio vaso de zumo y continúo su lectura excitada y hambrienta de palabras. Leía medio recostada en la cama con el cuerpo apoyado en la pared, y la cabeza ladeada hacia la derecha, apoyando su mejilla en la palma de la mano. Y mientras leía, el tiempo transcurría, y la tarde que había llegado caliente, daba paso a la noche que venía fresca. Y la noche traía la oscuridad, una oscuridad silenciosa que poco a poco iba apagando las palabras. Pero ella no pertenecía a este tiempo, y aunque sus ojos sufrían ella no oía su lamento y no sabía dejar de leer ni cuando la luna comenzaba a aparecer. Y no fue la luz, ni su ausencia, la que devolvió su mente a su cuerpo y su cuerpo a este mundo. Fue un sonido, el timbre de la puerta. Solo con aquel sonido recordó la cita que había preparado en cuanto supo que su madre se iría. Y fue aquel recuerdo el que hizo de su cuerpo un amasijo de emociones. No se había preparado, y en su corazón sonaban ahora atropellados todos los latidos que una tarde llena de expectativas hubiera producido. En realidad no tenía nada que preparar, pues lo único que querían era estar uno junto al otro, uno con el otro, uno en el otro. Pero como los latidos en su pecho, en su cabeza los pensamientos se atropellaban. Solo un sentimiento se mantenía tanto en su cabeza como en su corazón, era el deseo de verle, de tocarle, de él. Era la primera vez que podían disfrutar de verdadera intimidad, una intimidad que sólo el tiempo y la tranquilidad pueden proporcionar. Se levantó de la cama de un brinco, haciendo saltar el libro por los aires, y todavía saltó otras dos veces en el sitio, para intentar dar salida a la emoción que tenía dentro, antes de dirigirse a su encuentro. Al cruzar la puerta de su cuarto su hombro chocó con el marco y, aunque dado el ímpetu con que avanzaba el golpe habría de dejarla un buen recuerdo al día siguiente, no sintió ningún dolor. Apenas sintió algo, y sentir algo hizo refulgir su emoción, y un grito escapó de su boca, un grito que cortó en seco por vergüenza de que le pudiera oír desde la puerta. La emoción hacía de ella un amasijo de nervios que a duras penas conseguía avanzar hacia su objetivo, andaba por el pasillo con una sonrisa que superaba los límites de su boca y contagiaba su cuerpo, dando pasos irregulares y de vez en cuando pequeños saltos. Hasta que llegó a la puerta, y entonces, en el mismo instante en que puso la mano en el pomo, consiguió que toda la emoción, sus sentimientos y la energía que hervían dentro de su cuerpo, bajaran hasta sus pies, e hicieran de su rostro la viva imagen de la tranquilidad. Pero fue abrir la puerta, fue verle, fue descubrir, detrás de un rostro impasible y lleno de seguridad, una emoción igual a la suya, fue todo eso y la emoción que le subía desde los pies, lo que la hizo saltar directamente encima de él. Y ahí subida, con las piernas rodeando su cintura, con sus brazos acorralando su cabeza, y con su boca llenándose de su boca, sus corazones comenzaron a latir juntos. No hubo palabras, sus bocas llenas solo sabían besar. Sus ojos cerrados veían su boca, y recorrían sus labios y detenidos en la comisura de éstos oían un mordisco, y avanzando por su mejilla llegaban a su oído y le susurraban un beso. Y aunque su boca quería sonreír, ella no la dejaba pues no quería que sus labios dejaran de besarle. Y sus manos, frustradas porque su tamaño no les permitía tocar todo su cuerpo, no se estaban quietas, y se movían por su espalda, exploraban su cuello y acariciaban su piel. La excitación fue cediendo a la ternura, y su cuerpo fue deslizándose por su cuerpo hacia abajo, y con sus manos encerrando sus mejillas un último beso se convirtió en un mordisco, que temeroso de la separación quiso llevarse un trozo de su boca. Entonces él gimió, y otra vez la excitación la invadió, y su boca se hizo más grande, y el sabor fue más dulce y sus ojos se abrieron, y vieron sus ojos cerrados y el resto del mundo volvió a existir, y su boca caprichosa y coqueta dejó su boca para besar su mejilla y avanzar hasta su cuello. Entonces fue la emoción la que llenó su cuerpo e hizo que sus brazos le estrujaran con fuerza y su cara quisiera entrar dentro de él hundiendo su nariz en su piel. Sus cuerpos empezaron a separarse poco a poco, muy poco a poco, y solo quedaron unidos por sus manos, cuyos músculos sedados se las ingeniaban para entrecruzar sus dedos y demorar su inevitable separación. Cuando vio su cara la máscara que escondía su emoción había desaparecido, y su emoción confundida, revolcada, inquieta, satisfecha e insatisfecha a un tiempo, dejaba ver una relajación que mostraba a un niño feliz, sin preocupaciones, ensoñado, extasiado y sincero. Ella sonrió e inmediatamente en la boca de él apareció una sonrisa, que parecía haber estado esperando a que alguien le enseñara como salir.

-Te estaba esperando- le mintió- ¿porqué has tardado tanto? ya no sabía que hacer…

Habían quedado a las ocho, ella ni sabía qué hora era, pero sus ojos le miraban sinceros e incitadores, con la cabeza un poco inclinada, pues sus palabras no mentían ya que sólo intentaban que él supiera cuanto realmente le deseaba.

-Si, ya… - respondió a la vez que miraba su reloj - habíamos quedado a las ocho – y mientras le mostraba la hora, eran las siete y media, añadió dejando que las palabras atravesaran su sonrisa – pero quería hacerme de rogar.

miércoles, 20 de enero de 2010

0,00001

Es increíble ser un condón defectuoso, es una suerte reservada a un pequeñísimo grupo de condones, exactamente a uno de cada cien mil. En la fábrica en que vine al mundo se producían diez mil condones diários. Esto significa que en un año, descontando fiestas, fines de semana, huelgas y vacaciones, se producían unos tres millones. Todos iguales, idénticos, equivalentes… todos menos unos treinta, y yo formaba parte de ese selecto grupo. Para los condones de mi quinta, el hecho de tener impresa en su envoltura la misma fecha de caducidad que yo era lo mejor que les podía pasar, pero yo en cambio tenía una misión mucho más importante, yo iba a dar vida. Yo obraría el milagro, sería el protagonista de una historia que tanto padres como hijos, e incluso nietos, contarían. Aguardaba el momento impaciente en mi caja de doce. Fui el penúltimo en salir, pero no me importó. No tarde en darme cuenta de la falta de romanticismo que reinaba en el ambiente, pero no fue hasta que él llegó al cenit que me di cuenta de lo que en realidad pasaba. El sueño de una vida, todos las esperanzas cosechadas con el paso del tiempo se desvanecieron cuando la vi a ella. Mi final fue amargo e insospechado, igual que el sabor que produjo aquella cara de asco.

domingo, 8 de febrero de 2009

Overbukin.

Sonrientes, pasaban a mi lado por las frías salas del aeropuerto, llevando en sus maletas todo lo que necesitarían en los cálidos destinos a los que se dirigían. Yo, mientras, seguía sentado en aquella incómoda silla, pasando las hojas de una revista de viajes, donde sólo veía parajes que ya añoraba antes de haberlos disfrutado. Sabía perfectamente que iba a viajar, pero aún así, la espera en la sala homónima se me hacía interminable. Ahora tengo que cerrar un poco los ojos para conseguir ver mis sentimientos en aquella sala, ya está muy lejos. Y ni viéndolos con prismáticos consigo entenderlos, ¿de dónde venía aquel agobio? Es verdad que ya había entrado mucha gente y yo seguía esperando a que me llamaran, pero teniendo tan claro como tenía, que tarde o temprano me iban a llamar, ¿por qué buscaba mi billete una y otra vez en mi bolsillo para comprobar que estaba en la puerta correcta?
No sé de donde salían, y ya he dicho que ni los entendí en su momento ni los entiendo ahora, pero cuando por fin dijeron mi nombre, mis sentimientos, efervescentes, se agolparon en mi pecho de tal forma que me atrevería a decir que fui yo quien hizo despegar aquel avión.
El vuelo parecía algo de otro mundo. Cuando viajas a esas alturas parece que la gravedad es algo ficticio que alguien se inventó para mantenernos a todos en tierra. Además, volando por encima de las nubes todo lo que has conocido hasta entonces queda muy lejos, tan lejos que parece de otro mundo, tan lejos que a penas puedes reconocerlo y tan lejos que no crees que vayas a volver jamás.
La excitación del despegue se apagó casi tan rápido como la luz del cinturón de seguridad. Pero seguía emocionado con el hecho de encontrarme donde me encontraba. Investigué todos los rincones de mi asiento, y todo me parecía espectacular, y muy curioso. El tiempo volaba, y empecé a acostumbrarme al sitio que ocupaba. Después llegaron los cacahuetes, que acepté de buena gana. Unos simples cacahuetes, cobraron un sentido que jamás habían tenido para mí, era un detalle que, inocente, casual e inesperado, realmente me conmovió y me lleno. Después pusieron una película, me relajé y recline un poco mi asiento. Ahora me doy cuenta de que ahí fue cuando dejé de disfrutar del vuelo, y que realmente ahí empezaron a torcerse las cosas.
Las primeras turbulencias fueron muy débiles, y en cierto modo hasta divertidas. En un primer momento era como si mi sangre huyera de mis pies, pero cuando habían pasado sentía una especie de agitación que me recordaba al despegue. Pero a éstas también me acostumbré y al final ni siquiera desviaban mi atención de la película, estaba pasmado.
A estas alturas, y a pesar de que ya rebasábamos los once mil pies, debo confesar que el vuelo había perdido todo el misterio para mí. Y de hecho ahora estaba bastante irritable. Lo cual se hizo patente cuando cortaron la película para servir la cena. Las turbulencias seguían, incluso diría que había aumentado su frecuencia e intensidad, y ahora me servían esta cena mediocre, que a duras penas conseguía comer embutido en aquella lata de sardinas que era mi asiento. De primero, una crema de verduras, que además de fría estaba increíblemente insípida; de segundo, un “cordón blue”, que por su sabor, despejó mis dudas sobre la procedencia de la crema, y por su textura, sobre de qué estaban hechos los asientos; y de postre, una gelatina que guiándome por su color y por la trayectoria del menú, preferí ni probar.
Cuando me quise dar cuenta, el avión volaba en vertical, y apuntaba hacia el suelo. Mi primera reacción fue de supervivencia, conseguí un paracaídas y me dispuse a usarlo con tanta rapidez y tan mala suerte que la sensación de alivio por salvar la vida a penas duró un segundo. Se me había olvidado salir de aquel amasijo de hierros antes de abrirlo. Volvía a caer cada vez más rápido y ya sólo tenía fuerzas para llorar. De repente sentí una gran colisión increíblemente violenta, y extrañamente liviana. Después sentí que me ahogaba en un mar de lágrimas, hasta que lo probé y me di cuenta de que no era tan salado como aquellas. Entonces fue mucho más fácil sacar la cabeza y comprobar que no era más que uno de los cientos de mares que hay en el mundo.
Ahora ya no estoy en tierra firme, ni surco los cielos, ahora estoy descubriendo las excelencias de balancearse en el mar, la emoción de no saber a donde me llevan las olas y la alegría de depender sólo de mis brazos y mis piernas.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Psicoanalistos

-A ver si lo he entendido, usted está deprimido. Dijo con aire intelectual, mientras clavaba sus ojos ligeramente cerrados en los míos y se acariciaba con tres dedos su prominente barbilla, produciéndome una sensación de asco inusualmente intensa.

No se cual fue el motivo por el que aquellas palabras me resultaron tan molestas. Ese día sentía que todo me resbalaba, sentía que la vida pasaba a mi lado sin tocarme, y sólo me aturdía que tardase tanto tiempo en acabar de pasar. La verdad es que llevaba varios meses sintiéndome así. Hacía mucho tiempo que me importaba muy poco lo que ocurría a mi alrededor, y de repente la realidad me había arrinconado en aquella sala y se abalanzaba sobre mi.

Era el primer día que venía a hablar con aquel individuo, pero sentía tal aversión por él que parecía que le conociera de toda la vida. Ahora él era la cara de toda esa gente que había conocido, que sintiéndose, o mejor dicho, sabiéndose superiores, habían tratado de ayudarme, solo con el fin de aumentar y consolidar esa superioridad que les alzaba sobre mi. Ese sentimiento, esa certeza, había invadido todas mis sensaciones y me subyugaba. Mientras luchaba con mi silla por encontrar una postura satisfactoria, el olor del cuero mezclado con el polvo se colaba húmedo por mi nariz. El lento e implacable sonido del reloj reventaba mi tímpano con golpes secos, cada vez que la grave voz de aquel sujeto cesaba, en busca de un respuesta por mi parte. No me gustaba mirarle, no quería que leyese nada en mis ojos desnudos, que yo no quisiera decirle, y las palabras se amontonaban en mi pecho, incapaces de proclamar al mundo todo lo que sentía. Mi piel desacostumbrada a la falta de maquillaje, se mostraba verde pálido reflejando algo mas que mi mal estado de salud, reflejando la putrefacción de todo lo que había sentido y no había dicho.

Su voz volvía a precipitarse sobre mi, como una tormenta de la que es imposible resguardarse, con la congoja y la certidumbre de que alguno de sus rayos caería directamente sobre mi.

-Necesita relajarse, debe olvidarse un poco de si mismo, dejar de controlarlo todo y abrirse al mundo. Entreténgase -dijo forzando una sonrisa- vaya a ver aquel espectáculo del payaso Glok que tanto éxito está teniendo. Permita que algo exterior le invada, la risa es la mejor manera hacerlo.

Sus palabras quebraron el cristal de mis ojos dejando que una lágrima escapara por una de las fisuras, y un suspiro broto directamente desde la boca de mi estomago dando el empuje que necesitaba el resto del mar de lágrimas para hacer explotar la presa. En ese instante aquel indeseable, consciente por fin de su incapacidad, decidió que lo mejor seria acabar con la sesión y comenzó a rellenar unos papeles. Me levante y mientras me dirigía hacia la puerta oí como aquel Freud de pacotilla me preguntaba mi nombre, antes de cerrar la puerta le respondí

-Me llamo Glok.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Palabras vacias

-¿Dónde?

-¿qué?¿cómo que dónde?

-¿Qué coño dices mamón?¿te quieres quedar conmigo? Sabéis perfectamente a qué hemos venido, así que mejor será si nos decís dónde está.

-Oye tío, aquí no estás en tu puta sinagoga, y no tenemos por qué saber de qué cojones hablas si no explicas de qué va el rollo.

-Me cago en las putas minas del rey Salomón, si de verdad no sabéis de qué va esto más vale que volváis a subiros al árbol del que os habéis bajado…

-Yoooooo.. Echa el freno ricitos..

-¿Ricitos? Me cago en la mona que os parió a todos. ¿Me llamas ricitos? Mira hijo puta…


A Woody por lo general, no le importaba mucho lo que pudieran llegar a decirle, supongo que ya le habían dicho de todo, y ahora cualquier cosa no era mas que una repetición de algo que ya había soportado. Pero eso no tenía nada que ver con su vanidad. Le hubiera dado igual que insultaran a toda su familia, y las desclasificaciones sobre sus antepasados pasaban por sus oídos como si no tuviera tímpano, pero cuando alguien decía cualquier cosa de su aspecto se volvía loco. Aquellos muchachos conocían a Leroy, y claro que sabían a que veníamos. Dejamos pasar un par de días antes de empezar a buscarlo, porque a veces cuando la gente sabe lo que quieres es más fácil encontrarlo, y en el barrio las noticias volaban más rápido que las balas. A mi esto ya me estaba cansando.


-…si no nos decís dónde se mete ese descerebrado vais a desear volver a la puta selva, porque el holocausto parecerá una fiesta comparado con lo que os vamos a hacer.

- Oye hermano, hace una semana que ese negro no pasa por aquí, y hasta su novia ha desparecido desde hace un par de días.

- ¿a quién coño llamas hermano? Ni siquiera estamos al mismo nivel evolutivo y me vienes con…


No aguanto el olor de estos sitios, no entiendo como pueden pasar tantas horas aquí, acaso no tienen olfato. Pero ese maldito Leroy había asaltado una joyería protegida por El Rabino y ahora debíamos dar un escarmiento. Dejarles las cosas claras a sus amigos mientras lo buscábamos a él era parte de nuestro encargo pero esto estaba durando demasiado y yo empezaba a impacientarme. Ese muchacho no había ido muy lejos, le faltaba tanto cerebro como aspiraciones, y era una rata de barrio como cualquiera de estos holgazanes. Estaba claro que pasaría algún tiempo escondido, pero seguro que no había ido muy lejos.


-¿Dónde se mete su hermano? Los italianos nos han dicho que antes montaban los golpes juntos.

-eso era antes… ahora ya no. Su hermano se ha reformado, vende electrodomésticos y está casado.

-¿reformado? Y un huevo ¿Dónde vive ese engendro?

-no me jodas… os creeis que soy el puto oraculo, no os voy…


No aguanto las tonterías, por eso siempre voy con Woody. Pero estaba cansado y el recipiente donde meto mi paciencia ya había desbordado, creo que ese día no era mayor que un dedal. Aparté bruscamente a Woody con mi mano izquierda, y antes de que ese negro dejara de hablar pose mi mano derecha sobre su mejilla y empuje con fuerza su cara contra la pared tres o cuatro veces. Metí los dedos entre su duro cabello por detrás de la oreja, lo agarre firmemente y mientras acercaba mi navaja a su cuello pegué su frente contra la mía.


Por fin acabaron las pavonearías y comenzamos a hablar.

viernes, 24 de octubre de 2008

Cita a ciegas

Cita a ciegas.

"Madre mía cómo suena ese motor"- pensó cuando el capitán del aparato preparaba los motores para despegar.

Las azafatas no le impresionaron tanto como se había imaginado. Le gustaron mucho sus uniformes y le pareció divertido que no se quitaran los guantes en todo el trayecto, pero aún así no estaban a la altura de lo que su imaginación había proyectado en su cabeza. Y además, una de ellas era un hombre! El traje era ligeramente distinto, y ni siquiera llevaba guantes, pero la sonrisa perenne le delataba, y no dejaba de acercarse para intentar ayudarle a subir su bolsa de mano, para decirle que se pusiera el cinturón o para preguntarle que tal se encontraba. Un hombre azafata, eso nunca lo habia visto en sus películas favoritas, y él no llamaría impresión a lo que eso le causó, no, estaba lejos de ser una impresión, en todo caso una decepción, un fiasco y por qué no decirlo un engaño. Pero no quiso quejarse a nadie, le valió con no dirigirle la palabra en ningún momento, para que fuera otra de las jovenes trabajadoras quien le atendiera y, total, no quería que nada estropease ese día. Al fin y al cabo aquel detalle era lo único que había logrado escapar de su minucioso programa, y había aprendido muy bien la lección, la próxima vez hablaría primero con la señorita de facturación, para dejar claras sus preferencias.

Sentado en la silla que había junto a la televisión de su cuarto, leía una de sus novelas históricas, mientras esparaba que fuera la hora de salir. Ya habia planchado la camisa que pensaba llevar a su cita, y hasta la llevaba puesta. Con la rosa roja, que más tarde serviría para identificarle, ya en la solapa, sentía un poco más el peso de la incertidumbre y la excitación. Aunque le costó lo suyo, ya había conseguido dejar atrás el sobresalto de la azafata-hombre, y ahora volvía a sentirse imparable, a controlar la situación.

Habían quedado en uno de esos restaurantes caros, donde tienen marisco para comer y una carta solo para los vinos. Cuando llegó a la mesa, donde ella le aguardaba, estaba pletórico. La excitación de quien enfrenta lo tanto tiempo esparado, y la seguridad en que había aprendido a apoyarse en sus años de sargento de la guardia civil, se habían juntado, se habían mezclado y se habían convertido en una sola cosa, un estado de euforía que se le escapaba por los ojos en forma de reluciente rayo de luz. No cabía en sí mismo, igual que casi no cabía en su cara la enorme sonrisa que no podía ni quería ocultar. Estaba radiante.