viernes, 24 de octubre de 2008

Cita a ciegas

Cita a ciegas.

"Madre mía cómo suena ese motor"- pensó cuando el capitán del aparato preparaba los motores para despegar.

Las azafatas no le impresionaron tanto como se había imaginado. Le gustaron mucho sus uniformes y le pareció divertido que no se quitaran los guantes en todo el trayecto, pero aún así no estaban a la altura de lo que su imaginación había proyectado en su cabeza. Y además, una de ellas era un hombre! El traje era ligeramente distinto, y ni siquiera llevaba guantes, pero la sonrisa perenne le delataba, y no dejaba de acercarse para intentar ayudarle a subir su bolsa de mano, para decirle que se pusiera el cinturón o para preguntarle que tal se encontraba. Un hombre azafata, eso nunca lo habia visto en sus películas favoritas, y él no llamaría impresión a lo que eso le causó, no, estaba lejos de ser una impresión, en todo caso una decepción, un fiasco y por qué no decirlo un engaño. Pero no quiso quejarse a nadie, le valió con no dirigirle la palabra en ningún momento, para que fuera otra de las jovenes trabajadoras quien le atendiera y, total, no quería que nada estropease ese día. Al fin y al cabo aquel detalle era lo único que había logrado escapar de su minucioso programa, y había aprendido muy bien la lección, la próxima vez hablaría primero con la señorita de facturación, para dejar claras sus preferencias.

Sentado en la silla que había junto a la televisión de su cuarto, leía una de sus novelas históricas, mientras esparaba que fuera la hora de salir. Ya habia planchado la camisa que pensaba llevar a su cita, y hasta la llevaba puesta. Con la rosa roja, que más tarde serviría para identificarle, ya en la solapa, sentía un poco más el peso de la incertidumbre y la excitación. Aunque le costó lo suyo, ya había conseguido dejar atrás el sobresalto de la azafata-hombre, y ahora volvía a sentirse imparable, a controlar la situación.

Habían quedado en uno de esos restaurantes caros, donde tienen marisco para comer y una carta solo para los vinos. Cuando llegó a la mesa, donde ella le aguardaba, estaba pletórico. La excitación de quien enfrenta lo tanto tiempo esparado, y la seguridad en que había aprendido a apoyarse en sus años de sargento de la guardia civil, se habían juntado, se habían mezclado y se habían convertido en una sola cosa, un estado de euforía que se le escapaba por los ojos en forma de reluciente rayo de luz. No cabía en sí mismo, igual que casi no cabía en su cara la enorme sonrisa que no podía ni quería ocultar. Estaba radiante.

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