domingo, 7 de diciembre de 2008

Psicoanalistos

-A ver si lo he entendido, usted está deprimido. Dijo con aire intelectual, mientras clavaba sus ojos ligeramente cerrados en los míos y se acariciaba con tres dedos su prominente barbilla, produciéndome una sensación de asco inusualmente intensa.

No se cual fue el motivo por el que aquellas palabras me resultaron tan molestas. Ese día sentía que todo me resbalaba, sentía que la vida pasaba a mi lado sin tocarme, y sólo me aturdía que tardase tanto tiempo en acabar de pasar. La verdad es que llevaba varios meses sintiéndome así. Hacía mucho tiempo que me importaba muy poco lo que ocurría a mi alrededor, y de repente la realidad me había arrinconado en aquella sala y se abalanzaba sobre mi.

Era el primer día que venía a hablar con aquel individuo, pero sentía tal aversión por él que parecía que le conociera de toda la vida. Ahora él era la cara de toda esa gente que había conocido, que sintiéndose, o mejor dicho, sabiéndose superiores, habían tratado de ayudarme, solo con el fin de aumentar y consolidar esa superioridad que les alzaba sobre mi. Ese sentimiento, esa certeza, había invadido todas mis sensaciones y me subyugaba. Mientras luchaba con mi silla por encontrar una postura satisfactoria, el olor del cuero mezclado con el polvo se colaba húmedo por mi nariz. El lento e implacable sonido del reloj reventaba mi tímpano con golpes secos, cada vez que la grave voz de aquel sujeto cesaba, en busca de un respuesta por mi parte. No me gustaba mirarle, no quería que leyese nada en mis ojos desnudos, que yo no quisiera decirle, y las palabras se amontonaban en mi pecho, incapaces de proclamar al mundo todo lo que sentía. Mi piel desacostumbrada a la falta de maquillaje, se mostraba verde pálido reflejando algo mas que mi mal estado de salud, reflejando la putrefacción de todo lo que había sentido y no había dicho.

Su voz volvía a precipitarse sobre mi, como una tormenta de la que es imposible resguardarse, con la congoja y la certidumbre de que alguno de sus rayos caería directamente sobre mi.

-Necesita relajarse, debe olvidarse un poco de si mismo, dejar de controlarlo todo y abrirse al mundo. Entreténgase -dijo forzando una sonrisa- vaya a ver aquel espectáculo del payaso Glok que tanto éxito está teniendo. Permita que algo exterior le invada, la risa es la mejor manera hacerlo.

Sus palabras quebraron el cristal de mis ojos dejando que una lágrima escapara por una de las fisuras, y un suspiro broto directamente desde la boca de mi estomago dando el empuje que necesitaba el resto del mar de lágrimas para hacer explotar la presa. En ese instante aquel indeseable, consciente por fin de su incapacidad, decidió que lo mejor seria acabar con la sesión y comenzó a rellenar unos papeles. Me levante y mientras me dirigía hacia la puerta oí como aquel Freud de pacotilla me preguntaba mi nombre, antes de cerrar la puerta le respondí

-Me llamo Glok.

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